
por Ástrid Pérez
El gobierno de Pedro Sánchez ha presentado una profunda y disruptiva reforma de la carrera judicial y fiscal con la promesa de modernizar el acceso, hacerlo más equitativo y reforzar la independencia del Ministerio Fiscal. Sin embargo, bajo el barniz de progreso y democratización, el proyecto despierta serias dudas sobre el verdadero alcance de sus cambios.
Y es que el núcleo de esta reforma, en cuanto a la modificación de los sistemas de acceso y promoción, ha sido duramente criticado por la mayoría de las asociaciones judiciales y fiscales, que advierten de un riesgo real de arbitrariedad y pérdida de objetividad en los procesos selectivos.
Cinco de las siete asociaciones profesionales ya han exigido la retirada del proyecto de ley que modifica el acceso a las carreras judicial y fiscal, conocida como la ley Bolaños, y del anteproyecto de reforma del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal.
Estas asociaciones judiciales, pero también el Tribunal Supremo y la gran mayoría de jueces y fiscales, han manifestado su preocupación y rechazo a estas reformas porque suponen una injerencia política directa en la carrera judicial y fiscal, abriendo la puerta a una selección menos rigurosa y más susceptible de filtración ideológica.
El nuevo sistema de acceso, según denuncian los propios jueces, rebaja la excelencia y elimina garantías esenciales de mérito, capacidad e igualdad, permitiendo la entrada de cientos de sustitutos sin pruebas objetivas, lo que pone en riesgo la calidad y la independencia de quienes deben juzgar y hacer cumplir la ley.
Sobre la reforma del Estatuto del Ministerio Fiscal, señalan que el texto planteado deja las investigaciones penales en manos de los fiscales sin garantizar la autonomía funcional de la institución, incrementando injustificadamente el poder del fiscal general del Estado y eliminando los contrapesos internos necesarios para una actuación imparcial.
Ante un ejecutivo con tendencias autoritarias, los contrapesos de nuestra sociedad se podrían volver insuficientes, como hemos observado en la tramitación de algunas leyes como la ley de amnistía.
La gravedad del asunto se acentúa cuando vemos que este cambio llega en un momento especialmente sensible. No podemos obviar los numerosos escándalos y procesos abiertos que afectan al propio entorno del presidente Sánchez y a altos cargos socialistas; especialmente reseñable es la situación procesal-penal del fiscal general del Estado. En este contexto, por tanto, dar más poder al Ejecutivo sobre fiscales y jueces no es solo una mala idea, es un riesgo real para la salud democrática de nuestro país.
Como política, pero especialmente como jurista, siempre he defendido los principios del constitucionalismo liberal y que una democracia sana se basa en tres pilares fundamentales. Un poder legislativo que hace las leyes; un poder ejecutivo que las aplica; y un poder judicial que vela porque se cumplan y protejan nuestros derechos. Estos tres poderes deben estar separados y equilibrados entre sí. Cuando uno intenta imponerse sobre los demás, la democracia empieza a tambalearse.
No se trata de tecnicismos, ni de debates internos entre instituciones, ni mucho menos de debates políticos. Lo que está en juego es algo que afecta a todos los ciudadanos y es que los jueces puedan actuar sin presiones, incluso si eso implica juzgar a aquellos que nos gobiernan.
Si la justicia pierde esta independencia, pierde también su capacidad de protegernos frente a abusos, atropellos o decisiones políticas injustas.
¿Podríamos ver, fruto de esta reforma, cómo los delitos cometidos por políticos del partido del gobierno no se persiguen y sin embargo sólo se persigan delitos que sean cometidos por políticos de partidos en la oposición? ¿Se podría utilizar al Ministerio Fiscal para perseguir a políticos que sean incómodos electoralmente para el partido del gobierno?
Por eso, uno de los puntos más polémicos de la reforma de la Justicia que ha emprendido el gobierno es el que plantea que la instrucción penal corra a cargo de los fiscales y no de los jueces como hasta ahora. Esto es especialmente grave si tenemos en cuenta que, en nuestro sistema español, la Fiscalía es una institución piramidal que debe obediencia al fiscal general del Estado, nombrado por el gobierno.
Para algunos podrá parecer ciencia ficción, se podrá pensar que estas cosas solo pasan en lugares como Venezuela, pero la realidad es que hoy el fiscal general del Estado español, no venezolano, está investigado (anteriormente imputado) por ordenar la filtración de cuestiones judiciales de la pareja de la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, Isabel Díaz Ayuso.
Por estas razones, considero que la ley Bolaños no es la modernización que necesita la Justicia española. Es una reforma precipitada, tramitada por la vía de urgencia y sin el consenso necesario, que responde más a los intereses coyunturales del Gobierno que a una visión de Estado. Lejos de fortalecer la Justicia, la debilita, la politiza y pone en cuestión la confianza ciudadana en sus instituciones.
Esta reforma no es un avance democrático, es un retroceso institucional. No es modernización, es intervención. Y no es una solución porque, lejos de responder a una demanda social real o de solucionar los problemas estructurales de la Justicia, amenaza con socavar los principios constitucionales que han sostenido nuestro Estado de Derecho durante décadas.
Soy de las convencidas de que España necesita una justicia fuerte, independiente y libre. Una justicia que responda solo a la ley, no a los intereses del partido en el poder. Por eso, siempre defenderé un proceso de reforma real, abierto y consensuado, que refuerce -y no debilite- la independencia judicial y la separación de poderes.
No dejemos solos a los jueces y tribunales en la defensa de nuestro Estado de Derecho. Todos los operadores jurídicos, pero también toda la ciudadanía, debemos unirnos para seguir luchado por mantener nuestro sistema democrático y constitucionalismo liberal.
Por mi parte, defenderé siempre los principios conservadores: libertad individual, igualdad legal y solidaridad justa.
En definitiva, la independencia judicial no es un privilegio de jueces y fiscales, sino la garantía última de que nuestros derechos y libertades estarán protegidos frente a cualquier abuso, venga de donde venga. Si permitimos que el poder político cruce líneas rojas y controle a quienes deben juzgarlo, estaremos renunciando a la esencia misma de la democracia. Y eso no lo podemos permitir.
Si nuestra sociedad civil permite que avancen estas reformas sin plantar cara permítanme que, con todo dolor, me exilie.
Astrid Pérez, presidenta del PP de Lanzarote