
por Politican
Patricia Pérez, presidenta del Comité de Empresa de Tabares y veterana con dos décadas de experiencia, describe en el programa "A Buenas horas con José Luis Martín" el panorama que están sufriendo en los centros de menores: “actualmente estamos pasando el peor momento que recuerdo en muchísimo tiempo”. Su testimonio, destapa una crisis sistémica que pone en jaque no solo la integridad de los profesionales, sino también el propósito mismo de estos centros: la reinserción de los jóvenes.
El trabajo en un centro de internamiento para menores infractores nunca ha sido sencillo, pero lo que se vive ahora, según Pérez, trasciende cualquier dificultad pasada. No se trata de un bache temporal o de un desafío aislado. Es una tormenta perfecta de carencias, violencia y abandono institucional que afecta a todos los estamentos de la Fundación Ideo, la entidad dependiente del Gobierno de Canarias que gestiona estos recursos. “A este nivel no recuerdo un momento tan malo”, insiste, dejando claro que la situación ha alcanzado un punto de inflexión crítico que exige una respuesta urgente y contundente.
El principal problema, según la presidenta del comité, es la falta de personal cualificado. El sistema sufre una escasez de educadores que es, en sus palabras, “inversamente proporcional al número de usuarios”. A medida que aumenta el número de jóvenes en los centros, el personal de intervención directa disminuye, creando un desequilibrio peligroso.
A esta escasez se suma un problema de perfil. El personal que llega es a menudo muy joven y sin experiencia, con edades similares a las de los internos de mayor edad. Esta circunstancia complica enormemente la gestión de los conflictos.
¿Y por qué no se contrata a personal más experimentado? La respuesta es desalentadora: las condiciones laborales. "El sueldo es muy bajo, las condiciones son muy difíciles, no cualquiera puede venir a trabajar al centro, ni quiere", afirma Pérez. Esta precariedad salarial, que compara con el sueldo de un supermercado, ahuyenta a los profesionales con más trayectoria.
Lo más frustrante, insiste, es que existió una solución que funcionó. Un proyecto piloto con monitores auxiliares, un perfil que no exigía una titulación universitaria tan específica, demostró ser un éxito durante seis meses. Sin embargo, de forma inexplicable, "de repente el 2 de junio se cortó el proyecto", haciendo desaparecer a 15 personas por turno y provocando un deterioro inmediato y "bárbaro" de la situación.
La consecuencia directa de esta precariedad es un entorno donde la seguridad es una quimera. "No se puede garantizar la seguridad ni de los chicos, ni del personal educativo, ni del personal de seguridad", sentencia Patricia Pérez. Las agresiones, insultos y amenazas se han convertido en el pan de cada día.
Las agresiones verbales son una constante, afectando, según sus estimaciones, a un 90-95% del personal. Pero la violencia física también es una realidad palpable y brutal. Pérez relata casos recientes que ilustran la gravedad de la situación:
- Hace apenas una semana, una compañera fue agredida por un interno mientras intentaba separar una pelea.
- Hace tres semanas, dos compañeros de seguridad fueron "agredidos brutalmente" durante una reyerta. El resultado fue dramático: uno está pendiente de ser operado de un ojo y corre el riesgo de perder la vista, mientras que el otro sufrió una conmoción cerebral.
Estos no son incidentes aislados. En el último mes, solo en su centro, se han registrado al menos tres o cuatro agresiones físicas a personal educativo, sin contar las que sufre el personal de seguridad, quienes, según Pérez, "son los que sufren la mayoría de las agresiones por defendernos a nosotros".
La crisis no solo se debe a la falta de medios, sino también a la complejidad creciente de los perfiles de los internos y a un marco legal que los profesionales consideran superado por la realidad. Trabajar con jóvenes que han delinquido siempre ha sido un reto, pero el contexto actual añade nuevas capas de dificultad.
Los centros acogen a jóvenes con edades comprendidas entre los 14 y los 21 o 22 años. Se trata de adolescentes y jóvenes adultos que han cometido delitos, lo que hace su abordaje mucho más complejo que el de un adolescente "normal". El perfil del menor infractor ha cambiado, y con él, las necesidades de intervención. Se requieren nuevos protocolos, pero, como lamenta Pérez, "para un protocolo se necesita un educador que siga ese protocolo". En una sola mañana, podían tener 19 protocolos activos para una plantilla de 27 educadores, una carga inasumible.
Uno de los aspectos más frustrantes para el personal es la reincidencia. A pesar de los esfuerzos por dotarles de nuevas habilidades y herramientas, muchos jóvenes, al salir, "vuelven al mismo punto del que vinieron: el mismo barrio, los mismos conocidos, la misma familia". Para muchos, la delincuencia es su único modo de vida conocido, lo que desespera a los educadores que ven cómo su trabajo se desvanece al chocar con la realidad exterior.
El impacto en la salud mental de la plantilla es innegable. Patricia Pérez confirma que le consta que muchos compañeros han tenido que recurrir a psicólogos para sobrellevar la carga. Los casos de incapacidad temporal por estrés y ansiedad son frecuentes. La frase que resume el estado anímico de la plantilla es devastadora: "Mucha gente viene a trabajar con miedo, vienen a sufrir, y eso tampoco queremos que siga pasando".
Con el tiempo, aprenden a "desconectar" para no llevarse los problemas a casa, pero es una coraza frágil. El día a día es un enfrentamiento continuo: desde lograr que se levanten y cumplan rutinas básicas hasta gestionar su negativa a participar en actividades, que a menudo desemboca en "actitudes agresivas, insultos por supuesto todos los días, amenazas y intentos
La violencia no siempre se queda dentro de los muros del centro. Las amenazas de muerte y de agresiones en la calle son, lamentablemente, parte del "riesgo" no reconocido de su profesión. Sin embargo, hay un límite que, cuando se cruza, lo cambia todo. Pérez lo relata con una gravedad que evidencia el punto al que se ha llegado: "cuando amenazan con agredir a los hijos del personal o demás, ya pasan una línea roja". Esta es la máxima expresión del terror y la vulnerabilidad a la que se ven sometidos.
Ante la falta de respuestas y el deterioro continuo de la situación, los trabajadores han decidido pasar a la acción. La paciencia se ha agotado y la única vía que les queda es la movilización pública para hacer visible su calvario y exigir soluciones inmediatas.
La fecha está marcada en el calendario: el próximo lunes 7 de julio, de 9 a 12 de la mañana, se celebrará una concentración en Santa Cruz de Tenerife, con una réplica simultánea en Las Palmas para los compañeros de Gran Canaria. Pérez no alberga esperanzas de una solución de última hora: "vamos a ir a la concentración", asegura con firmeza, extendiendo una invitación a toda la sociedad a que los apoye.
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